Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

1 oct 2017

Seguimos con mi amiga prostituta


En el capítulo anterior dejé a Lucrecia sola con aquella mujer que me amenazó con decirle a mi padre con quién andaba)
CAPÍTULO III
Me sentía en las sienes latir el pecado. Me parecía que en la frente me habían crecido las palabras: mujeres malas. ¡Pobre amiga! La dejé tirada con sus fantasías. La dejé con nuestro  pacto roto.   
De mi encuentro con Lucrecia en el terraplén nadie, al fin, se enteró por lo que transcurridos unos días, volví a buscarla en la casa de Falange. Impaciente la esperaba pero transcurrieron  semanas hasta que nos encontramos de nuevo.
 ¿Jugamos, Lucrecia, en mi jardín? Cuando mi padre se vaya, te entro. En mi jardín hay caracolas reales, jazmines chinos, celindas… ¡muchas rosas!. y  la estatua de una mujer manca y desnuda. ¿Una mujer desnuda?  Yo en el verano duermo en cueros y eso no es pecado. Mi abuela dice que las tetas nos las ha dado Dios para criar a nuestros hijos,  y dice que los pecados son otras cosas. Yo soy ya mujer, pero yo no quiero ser mujer, yo quiero mejor ser hombre. ¿Y tú qué prefieres? Me parece que prefiero ser mujer como mi madre… ¡Claro! Como tu madre no se tiene que acostar con hombres… ¡Claro como tu padre  tiene dinero! Si quieres nos vamos a mi casa; allí no hay chivatos    y verás qué buenas son mi madre y mi abuela –insistió con tan humildes argumentos que no pude resistirme.  
Casi flotaba, camino de aquella casa, ubicada en una pobre calle tan cerca del río que daba miedo. Lucrecia, niña precoz en todo, adivinó mis pensamientos: No te asustes; yo me baño en el río, y mi madre... Y ya sé nadar, y dice mi abuela que a lo mejor me sale un novio con dinero y me lleva a vivir a una casa grande y bonita como la tuya, pero a mí me gusta ésta... Si no fuera por tantos hombres…
 ¿Qué hombres? ¿Son malos? ¿Y por qué los dejáis entrar? ¿Son vuestros amigos? No, ¡qué va! Los odio y me tengo que bajar al sótano, pero nos dan dinero…
Un patio limpio, enlosado, geranios y gitanillas en flor decoraban paredes y rincones, un pozo, mecedoras de lona, gatos, ¡muchos gatos! que saltaban de un lado para otro, una frondosa  parra y una mujer. Sí, su abuela, estaba  allí, sentada en una silla de anea, debajo de la parra con una canasta llena de medias y calcetines que zurcía  sobre un huevo de madera que le servía de soporte. Alta, arrugada, de sobresalientes pómulos con permanente de caracolillos en un pelo cano total, con grandes ojos perdidos en una extraña lejanía y una arcaica distinción que se podía adivinar en su cuerpo erguido, a pesar de los años, que seducía e inspiraba confianza y respeto, propietaria de aquel pobre burdel. Esta es mi amiga, abuela, la que te dije, la del médico, María.  
Levantó la mirada. Sus grandes y profundos ojos se clavaron en mí y con una desafiante serenidad y una evidente voz aguardentosa, dijo: ¿sabe tu padre que has venido? No, no lo sabe,  pero no se va a enterar –contestó Lucrecia con total rotundidad-; aquí no hay chivatos. Pues, anda, dale pan y chocolate  y que se vaya. Tu madre ha dejado la merienda en la cocina ¿Que está con el Borgio? Cuando sea mayor lo mato por pegar y dar voces a mi madre. ¡Despide a tu amiga, calla y bájate al sótano! -exclamó la abuela con unas lágrimas en los ojos.
Al salir, escuche unos gritos contenidos, y escuché a Lucrecia, una vez más repetir: ¡A ese lo mato yo!



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