Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

26 ago 2017

Historias de ayer

Eran largos, monótonos, silenciosos los días en  aquellos veranos primeros  de la posguerra. Villa del Río, como todos los pueblos de España, se despereza con las campanadas del Ángelus. Calles empolvadas que, trabajosamente, retornan pasos: vendedores callejeros,  pregoneros, charlatanes, ancianos que buscan las frescas sombras de siempre, enamorados que, en románticos presagios, sostienen con el calor de su sangre, el paso implacable de los días que se cuentan en horas de rejas y se eternizan en puntadas de ajuares. Puertas y fachadas castigadas por el abandono e intemperie de heladas y soles; tejados sin perfiles, punzantes de secos jaramagos; gente que habla en voz baja, y camina como si temiera estorbar en una tierra conquistada que pertenece a otra historia.
Un halo de pobreza, de inquietud, de terror fluye de las conciencias atormentadas por los recuerdos, y se expande  como endémicos en silencios y expectativas.
Cuando amainan las chicharras y el sol en arreboles roza las aspas del viejo molino y se cristaliza en las menguadas aguas del Guadalquivir, las calles, regadas a palmetazos de cubo, emanan una sofocante calina con olor a polvo asentado. Poco a poco las puertas se llenan de mecedoras de lona, botijos, sillas bajas de anea, de ramos de jazmines, de vecinos y amigos que, con la vista perdida en un desolado infinito, se encuentran con las estrellas que rutilan en un cielo que negrea como si las noche de los tiempos hubiera regresado desmadejando, para siempre, la prehistoria de aquel otro día.
Y entre  humos de rastrojos que flamean por los horizontes, maullidos de gatos por los tejados, ladridos de perros en las eras, canciones infantiles por las esquinas y bajo las macilentas luces de bombillas callejeras, palabra a palabra, suspiro a suspiro, esperanza aquí, recuerdos allá, se va forjando un trabajoso futuro.
El ancestral reloj de la plaza marca puntualmente  doce y sonoras campanadas. Toque de queda que recluye a las gentes en sus casas. Súbitamente la ley de la media noche, personificada en la despiadada figura del Cabo Pérez, pragmática y ejecutiva, se impone, se respeta, se teme…
Las calles se quedan solitarias. Un vaho húmedo y pegajoso envuelve  la soñolienta Villa del Guadalquivir. Y los últimos bostezos de la noche se apagan en cantos de grillos y olores a pan caliente del horno de Carmen, rescoldo de vida que alimenta sueños de hijos perdidos en trincheras ya apagadas.
El silencio de la noche parece encantado por algún diabólico maleficio y,  como si todas las fuerzas mágicas se confabularan y tomaran vida y deambularan errantes por los sentires angustiados de todos los villarrienses, se cierran puertas, se echan llaves y cerrojos, se registran rincones, se amurallan balcones y ventanas.

El pueblo es como un reino de tinieblas sin rastro de vida. Centellean pupilas de gatos, ladran perros en las eras y como  una bocanada de dolor que hiriera la noche se escuchan pasos fantasmagóricos que arrastran cadenas en un denso misterio que se adueña del viento y se deslizas por corazones que duermen en un alerta infinita de soliviantos.

No hay comentarios: