Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

13 jun 2012

Calor Humano

(De mi obra, Cartas a Lucrecia)


Mi experiencia de hoy, querida Lucrecia, ha venido a confirmarme, una vez más, que no hay que bajar la guardia, ni creernos que vivimos, al fin, en plena madurez para afrontar todas las situaciones que nos echen, ¿Te acuerdas de Teresa? ¿De aquella amiga, algo mayor, médico, tan experimentada, tan progre a la que acudía en busca de ayuda en aquellos años de mis grandes desconciertos, de mis alucinantes sorpresas? ¡Claro que te acuerdas! Como recordarás lo mal que te caían sus visitas.
-¿Hoy tenemos doctora...? –solías preguntar con mal tono–. ¡Arreglados estamos! Como no es pesada...
En el fondo, lo que te molestaba –reconócelo- era el tiempo que pasaba con ella y lo mucho que celebraba su amistad, por lo desconcertante y valiosa que era para mí.
Durante aquellos años, ella era como la única puerta abierta, desde cuyo umbral, comencé a divisar horizontes, a percibir aires nuevos con frescuras de cambio, sólo en ella encontraba respuesta a mis incipientes inquietudes que, como si despertaran de pronto, me desbordaban e impulsaban hacia una libertad desconocida.
Su visión del mundo, de la vida, de las personas, de las cosas..., era como alas que me crecían y me aupaban de la oscuridad, al día, de la nada, al encuentro con mi destino.
Te alegraste, cuando se marchó lejos y, es más, recuerdo que, en ocasiones, al recogerme el correo, me ocultaste algunas de sus cartas. ¿Pensabas que no lo sabía...?
Y ocurrió lo que era lógico: mi “mayoría de edad”, mis muchas ocupaciones y el no tener ya deseos ni necesidad de contar mi vida a los demás, fueron silenciando aquella fluida comunicación de otros tiempos. La verdad es que la he recordado, siempre que, en alguna ocasión, me ha pasado por la cabeza volver a escribirle, pero, ¿por dónde empezar...? ¿Qué decir después de tan larga ausencia...?
Bueno, pues, ¿sabes qué ha ocurrido...? Hace unos días, recibí la noticia telegráfica de su llegada. ¿La verdad, la verdad...? Me cayó fatal. Me molestaba el tener que suponer que tuviera que seguir adoptando la actitud filial de otros tiempos, me irritaba el pensar que tratara de allanar, con la naturalidad de siempre, lo que es hoy mi muy velada intimidad, me molestaba el tener que dedicarle horas de mi poco tiempo libre, por todo, Lucrecia, sentía rabia y, casi desesperadamente, buscaba fórmulas para eludirla.
Pero no había tal: venía expresamente a verme -interpretaba yo– a espiarme, a estudiar mis pequeños triunfos y mis grandes fracasos, a inmiscuirse en mis sentimientos, a dirigirme, a aconsejarme...
Fui a esperarla a la estación. En los minutos que transcurrieron, hasta la llegada del TALGO, pensé escaparme, llamar a alguien que ocupara mi lugar y me excusara. No, no quería acoplar mi vida a ningún programa, a otras directrices que no fueran dictadas por mí.
El tren llegó puntual. Me quedé en la puerta de salida. Desde allí, no se me podía escapar. Como siempre que se espera a alguien, durante unos instantes, tuve la impresión de que no había llegado, de que no estaba en ninguna parte. Pero, en un breve recorrido, una mirada tan sólo, a lo largo del tren y, allí, a la cola, descendiendo lentamente, con un maletín en la mano, estaba ella.
Un sentimiento de compasión me impulsó a apresurarme. Había envejecido. Y saltaba a la vista, alguna palpitante enfermedad. Nos saludamos, intercambiamos palabras rutinarias sobre el viaje. Después, dentro del coche, un tenso, silencio.
-Sólo me quedaré esta noche –dijo al fin–. Voy a Málaga a pasar una temporada en casa de mi hermano.
Algo se me conmovió en los adentros.
-¿Tan pronto...? Quédate unos días. ¡Después de tanto tiempo...!
Ella inteligente, discreta, insistió:
-Sólo esta noche. Tú ya tienes una familia y...
Cuando mi familia, al fin, se acostó y nos quedamos solas, antes de que me diera tiempo a una sola palabra, ella, sentada al filo de un sillón, y con lágrimas que apuntaban en sus ojos, me hablaba ante mi desconcierto, de ella misma, de sus problemas, de su soledad, de su pobreza ...
Me estremecí como una madre que escucha las desdichas de sus hijos. La vida había trocado los roles. Y sentí deseos de abrazarla, de prestarle mis débiles hombros como lugar de reposo... Pero no hice nada. Me quedé obnubilada por una orla de imperdonable pudor.
Y esta noche, cuando ya  no está, caigo en la cuenta de mi error, porque todos los seres humanos, en alguna ocasión, para seguir viviendo, necesitamos el calor de los demás. Y este calor tiene que emanar de nuestro cuerpo, y solo puede llegar a ser eficaz, cuando con él, y no con palabras, somos capaces de comunicarnos, de expresarnos...
Estoy segura de que mi amiga buscaba ese abrazo que no encontró en mí. Pero te digo, Lucrecia, que no volverá a ocurrirme. No hay que ser tan pudoroso, ni guardar tan celosamente una ingenua caricia. El mundo –¡qué más da hombres que mujeres!- está falto de calor humano, y éste, sólo se transmite, se contagia –salvo excepciones- en un apretado y sincero cuerpo a cuerpo. ¿Verdad que me entiendes? Te quiero.

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