Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

20 dic 2018

Relato: se llamaba Miguel

 Miguel, desde ayer, es ya pasado. Hace tiempo, un día, no sé cómo, apareció en la terraza de mi cafetería habitual, apoyado en un andador. Eran unos cincuenta  años envejecidos, era    mirada serena y evidente fisonomía de hombre enfermo y debilitado en extremo que se expresaba con palabras torpes que más bien parecían un murmullo de sonidos sordos e ininteligibles. Comentaban que era un solitario y extraño vecino, llegado de otra provincia y alojado en una habitación cerca de mi casa. Comentaban que la familia lo ignoraba, que nada querían saber de él y que tras sufrir dos ictus llegó a esta proximidad de mi vida, atenta a cualquier movimiento humano que cunda por mis alrededores.
Un día y otro, lo saludaba mañana y tarde y, poco a poco, fui tratando de acercarme a él que parecía esperarme, siempre, con la bebida sobre la mesa y el cigarro en la mano y con palabras de respeto y cariñosos halagos. Hace dos años se rompió la cadera y fue operado en Reina Sofía. Me desplacé a verlo, con una caja de bombones que agradeció, más con gestos que con palabras.  No se quejaba de nada pero su soledad me sobrecogía: ¿Tienes madre, hermanos nietos? -le pregunté-.  Lejos –me contestó-; nadie vendrá.
A partir de aquel día mi preocupación e interés por él fue creciendo sin saber bien qué podía hacer, sobre todo por acercarlo a su familia, pero todo fue inútil.   Con la caridad de unos y otros salió adelante en aquella habitación alquilada,  y volvió, atado con dificultad a una silla de ruedas, empujada por caridad, a ocupar su sitio en la terraza. Allí prácticamente pasaba el día. Nada más verme aparecer levantaba una mano y me sonreía. Yo le correspondía con algunas golosinas y atenciones entre las que más le ilusionó fue la foto de su primer nieto que mediante un amigo conseguí.

Un día de aquel verano, hacia las tres de la tarde, cuando atendía al telediario, de pronto, tuve la impresión de que alguien estaba junto a mí. Volví la cabeza, por si alguno de mis nietos me quería  dar un pequeño susto, pero no había nadie. Unos instantes después, la misma extraña impresión: una especie de presencia junto a mí. Sentí algo de miedo, pero me dije a mí misma: ¡toterías! Bajaré a tomar café.
Al entrar en la cafetería, alguien salió a mi encuentro: mala noticia, Isabel –dijo-; acaba de morir Miguel. Se levantó para salir y cayó muerto al suelo.
 Eran muchas las cosas que se contaban, que se sospechaban de él y ninguna, al parecer, que puedan ser consideradas motivo de recuerdo ni tan siquiera de esta impresión que, desde ayer, me comen de interrogantes y pena. Sí, yo he llorado por él, por su soledad, por su vida de bebida y tabaco, por todo lo oscuro que de él desconocía, por su mirada azul y alegre cuando me veía… Alguien me ha comentado que en la mesita de noche tenía la foto del nieto que le regalé. No sé qué más decir. Aquí delante tengo ahora la foto que me hice con él y que por respeto no muestro. Adiós, Miguel, algo de mí te llevaste y un gran vacío me has dejado. No me importó lo que había sido tu pasado, solo, sí, tu presente que no era otro que el de un pobre ser humano sin más recurso que el cigarro y el alcohol. 
Estará con Dios, seguro, porque, si para mí fue alguien, su creador lo habrá recibido como hijo pródigo de regreso a casa.

Y si bien, no trato de que  alguien me crea,  aquella presencia que yo sentí, y que no entiendo, interpreto, no obstante, que fue la despedida de Miguel, su último suspiro.

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