Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

4 ago 2018

Velatorio

En la pequeña salida de estar, un puñado de mujeres velaban a doña AmparoDoña Amparo era la viuda de un mal hombre que medio la secuestro en aquel caserón de la calle principal del pueblo. Y ella, mujer endurecida  y resignada a su mala suerte, pasaba los días entre patios y corrales y, cuando alguien llamaba a su puerta, observaba por la cerradura y, de puntillas, se alejaba de forma que nadie, desde hacía muchos años, había osado  traspasar el umbral de aquel caserón  de labranza, destartalado y viejo..
Su muerte fue algo tan natural que ni tan siquiera Teresina, su única sobrina y heredera, llegó con tiempo al entierro.
Por caridad, aquellas mujeres del velatorio estaban allí, en la intimidad  de las cuatro cosas que habían constituido durante largos años, la vida de doña Amparo: la funda de sus gafas, la bolsa del crochet, una maceta de albahaca, fotografías deslucidas de rostros ancestrales  y una alacena de puertas de cristal por donde podía verse un plato con un trozo de queso y una caja de galletas. Alguien, haciendo un chiste, comentó: 6¡Hay que ver cómo se alimentaba doña Amparo!
Una sonrisa de asentimiento brotó de los labios de aquellas mujeres, al tiempo que una enlutada y arcaica mujer, con un gran termo entre las manos, saludaba y relataba en un largo soliloquio: Dios guarde a las señoras. Soy Carmen, la "Guiñapa", la criada de doña Amparo en sus tiempos de mozuela; éramos de la misma edad. Me he tomado la libertad de traerles caldo; está recién hecho... ¡Pobre doña Amparo! ¡Si su padre, Don Juan, el veterinario de entonces, que en paz descanse, hubiera sabido..! Se había vuelto muy rara pero, cuando era mocita tocaba el piano, cantaba...
Las mujeres del velatorio, tras unos minutos de silencio, retornaron un animado  parloteo con el que pasaron, sin piedad, por gente y acontecimientos del pueblo. Carmen, la "Guiñapa", la antigua sirvienta de doña Amparo, ensimismada, guardaba silencio acurrucada en una pequeña silla de anea y, como reverente, pasaba las cuentas de un rosario.
Llegó la hora del entierro. Las puertas de la casa, abiertas de par en par, evidenciaban un absoluto abandono: entraban y salían niños que jugaban al esconder por entre las reservadas habitaciones de doña Amparo.
También  hombres desocupados formaban corrillo en el patio de pilistras y geranios, distracción y capricho de la difunta.  De vez en cuando, portazos, alguna que otra voz, arrullo de palomos en el tejado y el incansable murmullo de las mujeres del velatorio.
Llegó la hora del entierro: cinco de la tarde. El cielo estaba negro para llover. Doña Amparo, colocada de cualquier manera en un barato féretro, aguardaba en el  más absoluto  abandono, encerrada por alguien en el suelo de su dormitorio. Un coche llegó en el último momento: era una sofisticada y cursi mujer:  Teresina, su sobrina y heredera. Acariciando  una perrita que llevaba entre sus brazos, tomó posesión de la casa, excusándose: No me he enterado a tiempo; no he podido venir antes; les agradezco.. Bajo un gran paraguas negro, llegaban a la puerta el cura y un monaguillo. Las mujeres de la salita continuaban impertérritas en absorta conversación, y doña Amparo, a hombros de cuatro hombres pagados, salía de su casa, precedida de un rutinario responso que nadie respetaba, que a nadie le importaba... Atrás quedaba su casa, su misterio, su trozo de queso, su caja de galletas... Por las calles solitarias de aquella tarde lluviosa, media docena de personas, entre ellas Carmen, la "Guiñapa", y la sofisticada Teresina, protegiendo a su lulú de la lluvia, seguían al coche fúnebre.
En el cementerio, un prosaico enterrador, tenía a punto el hoyo. Allí, sin una corona, sin una lágrima, sin un suspiro, quedó una vida llena de sufrimientos, llena de interrogantes.

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