Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

6 jul 2017

EL PUEBLO: PELAR LA PAVA

Mis recuerdos de niña me llevan a aquellas rejas escenario ancestral, donde los novios pelaban la pava. Sí, con los hierros de las ventanas por medio, las parejas pasaban, a primeras horas de la noche, largo tiempo en palabras y sueños de amor que se eternizaban en  deseos y promesas. Era, sin duda, espectáculo de gran  belleza popular  aquellas pintorescas ventanas donde solían abundar macetas de geranios y gitanillas y que salteaban las calles en murmullos de amores. El encuentro estaba precedido de un silbido del novio que era reclamo particular para la novia que acudía solícita a la cita.
Aquella recatada forma de comunicarse las parejas tenía su singular encanto. Era como si sólo existiesen ellos en noches frías o calurosas, ajenos al trasiego del pueblo, a los juegos de niños por las esquinas, ajenos a todo y sumidos en su mágica hora de amor, traducida en pellizcos y algún que otro  complicado beso y  a la que solían poner fin los padres.
Me gusta el progreso, y  es por eso que no me declaro nostálgica de pasado pero lamento la pérdida de valores y, entre ellos, ¡como no! el de la ingenua ilusión por la cotidianidad de pequeñas cosas. Pasado bastante tiempo, años, tal vez,  se formalizaban las relaciones entre novios, y los padres, oficialmente, daban su consentimiento para que entraran en las casas respectivas y los pellizcos se trasladaban, sobre todo en los inviernos, a debajo de las mesas, no pasando desapercibidos a las madres que guardaban silencio. La oficialidad de la relación –y esto no es tan remoto- se escenificaba con la pedida de la novia por parte de los padres del novio, quedando así casi fijada la fecha de la boda y demás eventos anexos, como eran las amonestaciones consistentes en una especie de anuncio público que en respectivas semanas se hacía en la iglesia a fin, creo yo, de que se conociera el enlace por si alguien tenía algún impedimento que aportar.
En fin, llegado el día de la boda, la celebración, por lo general, era de lo que fue dado en llamar de “platillo volante” que consistía en que los invitados eran obsequiados con sendas bandejas, portadas por familiares  en las que abundaba un salchichón muy rojo y picante, más alguna que otra vianda como altramuces, patatas fritas, aceitunas y poco más. 

Como dato curioso, una anotación: las novias que se casaban embarazadas no podían ir de blanco ni casarse en la parroquia, por lo que la ceremonia, medio a escondidas, tenía lugar en la Misa de siete en el Convento.


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