Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

4 jul 2017

El pueblo: las eras

Las eras, y todo lo que conllevaban, constituyeron en los veranos de larga posguerra, todo un mundo de variados trabajos y sensaciones, difíciles de olvidar para los que de una forma u otra las conocimos o vivimos. Montones de paja, montones de trigo, hombres curtidos, apacibles sombrajos, botijos, melones, mulillas trotonas, trillos, carros, polvo... ¡Qué humana y sencilla la era de mi infancia y adolescencia Como recuerdo ancestral, las delicias de aquellas tardes rabiosas de sol en las que mi padre me llevaba a la era de Cristóbal. Desde lejos, el polvillo de los hombres aventando el trigo, al menor soplo de viento y, como un dibujo animado, la mágica inocencia de un trillo dando vueltas sobre el montón de crujientes espigas
Camino de chicharras el que conducía a la era, y de avena loca, ya seca y punzante que los niños nos arrojábamos a puñados para diagnosticar  pretendientes y novios.  Camino de viejas y descuidadas  cunetas, testigos de pasos lentos que evidencian la fatiga de la cuesta arriba  que se acompasaba con momentáneas paradas bajo árboles de sombra que solían ser grandes moreras.
La cuesta arriba era también  ladridos de perros que  presagiaban extraños e imprimían a los visitantes a las eras cierto recelo que se traducía en grandes voces llamando al capataz.
La cuesta arriba tenía  un límite verde, como  un oasis que invitara al  fresco de sus árboles  espesos: la ermita de la Virgen de la Estrella en lo más alto del camino.
De vez en cuando, mi padre repetía: en la era beberemos agua fresca y comeremos sandía y te subirás en el trillo.
La era, ante todo, un vaho calentón de polvo y un puñado de hombres que, con grandes sombreros de paja, trabajaban en inacabable rutina entre tajadas de sandía, respiros bajo el sombrajo y chorros de agua del sucio botijo que pendía, a los cuatro inexistentes vientos, de un retorcido alambre que le servía de asa.
Cristóbal, viejo, negro y de tierna sonrisa, repetía al verme en consabida rutina:¡ea! ¡La niña, al trillo!  ¡A dar unos paseos!”
Y su mano dura, maciza... rozaba la mía que era  más bien corazón galopante por  la emoción de compartir el trillo con aquel hombre de brazos tatuados que sin apenas detenerse me aupaba, más bien de mala gana, en el embarazoso e incómodo trasero de aquel  singular carruaje. La voz enronquecida de Juan daba pronto el alto que finiquitaba mi paseo ilusionado en el galope de aquella mula trotona que nunca corría tanto como yo deseaba.
Y en el sombrajo siempre, algún un hombre dormido con la cara tapada con el sombrero y las manos cruzadas sobre el pecho, como el muerto que un día, al salir del colegio, vi. en la habitación de una casa. Y mi cuerpo era un regusto entre sudor y fuerte picazón, ecos de paja, polvo, sol y un no sé qué de precoz nostalgia del tiempo vivido en la era, en compañía de mi padre en el descanso fortuito de  la sombra en la ermita...
 El trillo, el sombrajo, aquel puñado de hombres de piel curtida y manos abotargadas por el duro trabajo...  no volverán: el fuerte viento de la técnica y el progreso los  aventó  para siempre. Y si es cierto que con nostalgia recuerdo, no  es menor la justa satisfacción de saber que,  hoy por hoy, todas estas faenas se hagan desde otras posibilidades más justas y humanas.

Pero en  esta madrugada  me aferro a un recuerdo que me dejó huella y que me devuelve muchas veces la sonrisa perdida por los vaivenes de la vida: una niña, yo, y todos los niños de entonces, comidos de sol, en el paseo ilusionado  de un trillo

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