Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

28 abr 2018

Cruces de mayo

 Mi nieta Isabel María, bailando en una Cruz
 Mi nieta Amalia, de pequeñita, luciendo su cruz
Como vengo haciendo, cuando escribo de mi pueblo en  años de mi infancia   son mis recuerdos los que van a primar, en esta notoria costumbre de las cruces de mayo, y es por ello que las alusiones sean personales, si bien estoy segura se identificarán con los hechos la gente que, como yo, los vivió de una manera o de otra.
Cada año al llegar mayo el tema de las cruces me apasionaba. Los niños en general hacían sus cruces particulares, muchas de las cuales, hechas por personas mayores, resultaban ser pequeñas obras de arte. La mía era de confección particular. Quiero decir que me las tenía que arreglar sola, para lo cual me servía de dos varetas, -nunca las conseguía derechas totalmente- que revestía con lacitos  de papel de seda que pegaba con gachuela. Después, como base  una caja de zapatos, adornada con el mismo procedimiento. La veo, sí la veo colocada, finalmente, sobre la cómoda con muchas estampitas alrededor, con grandes ramos de celinda, rosas, jazmines y todo cubierto de pétalos.
¡Qué feliz me sentía cuando  al fin podía contemplar aquel singular altar, allí, al alcance de mi vista, frente a mi cama! A veces, mis fervores me llevaban a exhibirla por la calle, como los demás niños que, de casa en casa, recaudaban unas pesetillas, pero todo quedaba más bien en intentos porque mi padre no consideraba digno de mi condición el andar pidiendo.
Recuerdo, como algo espectacular, el altar que Andrés, el mosca, monaguillo de profesión, montaba en una habitación de su casa, frente al Colegio de las monjas. Creo que el hecho de ser monago le imprimía cierta autoridad entre la chiquillada, y tal vez, fuera la razón por la que su altar era el más elogiado y visitado. Efectivamente, lo recuerdo como un monumento que ocupaba de forma escalonada toda una gran habitación. Cada tarde, simulaba decir Misa, y allí que acudíamos todos, pero no sé por qué extraña razón yo no le gustaba y en cuanto me veía aparecer, con mi velo hasta la cintura, mi librito de misa y  mi rosario repetía: tú no entras, nena, que eres mu fea. También en la iglesia me perseguía tirándome del velo. Así que nunca participé a gusto de sus célebres “ritos Tan sólo podía verlos desde la calle o desde la ventana.
Y ahora me viene a la memoria, a modo de paréntesis, cómo también, a cuenta de mi librito de misa, me sentía perseguida por una niña, Isabel la larga, creo que le llamaban. Todo comenzó por una imposición de ella de cambiarme una estampita de mi primera Comunión por no sé qué cosa. Me dijo: vamos a echar pelillos a la mar, y eso quería  decir que si   la descambiaba me iba al infierno. 
Y se apropió sin más de mi estampita, pero me resultaba insoportable el pensar que sin yo querer me la había arrebatado. E imaginaba aquel Niño Jesús, con un ramo de azucenas,  en tono rosados, y con la inscripción de mi nombre y fecha de mi Primera Comunión en su poder. Un día, cuando se fue a comulgar, dejó su librito de Misa encima de una banca, y yo, que siempre andaba cerca, aproveché para rescatar mi estampa y esconderme detrás de una columna ¡Pero, ay! Rápidamente se dio cuenta y mirándome, con terroríficos gestos, me amenazó.
Y no sé cómo lo hizo, pero en unos instantes me esperaba, haciendo sonar dos piedras entre sus manos, en un sitio tan estratégico de la calle, que saliera por la puerta que saliera de la iglesia, podía verme.
Cosas, recuerdos que me hacen sonreír al rememorarlas. Sí, fui niña de juegos, de cuentos, de muchas  y grandes fantasías, pero niña tímida, sensible que, como sucederá siempre a otros muchos niños y niñas, viví  acosada por la “tiranía” de los más, aparentemente, fuertes.
A pesar de los años y de  las muchas cosas de que hoy gozan los niños, las cruces de mayo de confección casera para recaudar algún dinerillo, siguen vivas, y yo en lo que puedo, sigo participando de ellas, porque no dejan de ser creativas e ilusionantes.
Y no puedo dejar de mencionar, un entrañable y emotivo recuerdo:   mi hijo, con nueve o diez años, con su cruz y amigos recaudaban unas  pesetillas que se repartían. Él, cada año, las empleaba  en comprarme algo de un puentecillo cercano.
Cruces de mayo, olor a azahar, celindas, alhelíes, azucenas flores...  Vida que se repite  y renueva cada año   y es como una bonita evocación de lo sencillo, bello,   y hermoso  con lo que personalmente quiero empatizar hasta fundirme en ingenua cruz de mayo . 






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