Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

6 oct 2012

Dos microrrelatos



Alias Patillas

Alias Patillas, tan grande, tan abotagado, tan torpe de movimientos… Con una bolsa, sobra de alimentos de un bar, donde recogía papeles y ordenaba mesas, subía, cada atardecer, la rampa de la terraza, camino ya de su casa. Con la vista puesta en un burdo bastón, se detenía en un punto, me miraba, sonreía y agitando un brazo se despedía.

Y yo, soledad y pensamientos que me corrían por el alma y me inundaban de nostalgia, pensamientos que me eclipsaban en un más allá, rueda de sueños infinitos, miraba al Patillas y notaba cómo una página más pasaba por el almanaque de mis días.

Una ardiente súplica me brotaba en el alma: No te me vayas a morir, buen hombre, porque tú, con tus piernas viejas, con tus medios harapos bien lucidos en tu cuerpo grande, con tus patillas, corola de unos labios que sin palabras sonríen, eres lo único de cada atardecer, eres el mejor testigo de mi permanencia en la vida, eres mi referencia de días.

Sí, pobre hombre, tú me recordabas mi nada que sonreía al unísono de tu despedida. Y yo, en un instante de tremendo desconcierto, de trágicos contrastes, en un instante de no entender nada y, cuando la sombra de Alias Patillas se superponía en el árbol grande que nos separaba, un halo de paz, mezcla de reflexión y agradecimiento por aquel adiós, me inundaba.

¡Lo sé, lo sé! Tras la vieja y negra boca de Alias Patilla, Dios también me sonreía.


Adiós, abuelo

Hoy, en este poyete de la plaza, frente a la escuela, quiero recordar al viejo Miguel. Aquí se pasaba el día esperando a que su nieto, aquel pequeño de babi blanco, saliera del colegio.

Yo, viandante de obligado pasaje, me detenía cada mañana junto a él. ¿Por qué no se va a su casa?-le proponía-. Este no es sitio, abuelo.

Mi casa era el pueblo -me contestaba-, mi casa era la “principal” pero, cuando ella se fue… ¡Maldita sea! Y unas palabras siniestras salían de sus labios secos: Niña, ¿yo qué hago ya aquí? Mi silencio, compañía y cariño, era la única respuesta; no encontraba otra.

Un día él no estaba. Me detuve a esperarlo, pero, el pequeño de babi blanco y cartera a rastras, desde lejos, exclamó: ¡El abuelo se ha muerto!

Un escalofrío me corrió de pies a cabeza. ¡Sólo un día faltó! El día que dejó el poyete de la plaza y se fue al gran trono de Dios.

Unas lágrimas rodaron por mis mejillas entre el bullicio de gente por las calles y de niños en la escuela. Pero sus ojos ruinosos, su mirada opaca que no obstante sonreía, se quedaron en mí.

¡Espérame, abuelo Miguel! Tengo que conocer a la principal y tengo que sentarme contigo en la gran plaza del cielo y entonces, solo entonces, podré explicarte qué hemos hecho aquí.

No, no hay muerte, sólo separación pasajera.




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