Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

11 nov 2017

Otoño en el pueblo


                                                 
Castañero actual en Córdoba

El otoño en el pueblo olía a castañas asadas, a piñas, gachas caseras, a precoces braseros de  picón con sus molestos tufos, unas veces y sus mijitas de alhucema, otras que aromaban las casas de calidez. Y era  frecuente  que aparecieran paragüeros que recorrían calle por calle con su singular soniquete: ¡El paragüero! ¡Se componen paraguas fuelles  y sombrillas! En aquellos tiempos escaseaban, como todo, los paraguas. En cada casa solía haber uno grande, negro y  de uso casi exclusivo del padre o de la madre. Algunos niños, pocos, exhibían paragüitas de colorines. ¡Cómo los envidiaba! Era un auténtico placer colocarse debajo de las canalones, ubicados en los tejados y por donde el agua caía a chorros sobre el asfalto de la calles, y escuchar el fuerte chuperreteo sobre la tela del paraguas. Alguna que otra vez lograba hacerme con el paraguas de casa y, ¡cómo me embelesaba y sentía afortunada emulando a los privilegiados  portadores de tan singular propiedad!
Y el paragüero dejaba a punto las roturas y desperfectos  de paraguas y sombrillas que año, tras año, se conservaban en utilidad y rendimiento. El otoño llegaba con tormentas, apagones de luz, velas que despedían un humillo negro que olía a sebo y que se colocaban en el cuello de las botellas. Granizos, fuertes chaparrones y los chorros de las canales, que, sobre todo en las noches acentuaban el silencio de las calles, roto, de vez en cuando por los desentonos de hombres que bebidos regresaban a sus casas al cierre de las tabernas. Y a mí me gustaba escuchar los sonidos de la calle, sintiéndome protegida de las frías intemperies. De vez en cuando el reloj de la plaza daba la hora, y eran sueños inocentes sin miedo al tiempo, al dolor, a la muerte...
El otoño era también el tiempo de las castañas asadas que las castañeras, con sus utensilios a ristre  se instalaban en la plaza y al atardecer el ir y venir era constante, y no siempre se podía lograr el pequeño cucurucho de tan estimulante fruto seco. En algún libro leí lo siguiente que considero curioso e ilustrativo: Lo suyo es que se instalen la noche del día de difuntos, cuando según la tradición es preceptivo asar y comer castañas de acuerdo con un viejo rito de carácter funerario: antiguas creencias arraigadas en ámbitos rurales, sostienen que por cada castaña ingerida se libera un alma del purgatorio.
No asocio esa leyenda a nuestro pueblo, pero lo cierto es que las castañeras tuvieron su especial protagonismo. ¡Y cómo se agradecía el calorcito que desprendían aquellos fogones  callejeros y chispeantes! Me hizo mucha ilusión descubrir a un castañero, aquí, cerca de mi casa, que cada año, cuando avanza algo el otoño, se instala  en una rústica caseta con su respectiva sartén, saco de castañas y cartuchos. De él, y con su autorización, esta  fotografía de hoy que reverbera, no obstante, el ayer.
En las casas se hacían provisiones para el invierno, y era muy frecuente la compra de cajas de uvas pasas, higos secos, garbanzos, patatas y más que nada apremiaba el engorde final de los cerdos, objeto de las matanzas caseras y que, a lo largo del año, abastecían los hogares de manteca, chorizos, morcillas, costillas, lomo, jamones, etc. base de cocidos y toda clase de comidas. Recuerdo años de grandes sequías en los que la pobreza y falta de alimentos era tal que se llegaron a comer cardos borriqueros con las consecuencias que aquellas hierbas conllevaban para la salud, y recuerdo que el trigo, tras un rústico “pelado” de la cascarilla dura, se guisaba como arroz, y se hacía pan en las casas con gran cantidad de patata, y los panecillos de pan de maíz eran bocado que escaseaba y que se distribuía a cuentagotas entre la familia.
 Y hojas que caeny pájaros que emigran, y tormentas, chaparrones... recuerdos, nostalgia... música, sí, regazo  de agua clara, latidos cálidos que se escapan de la lira que es mi alma.

No hay comentarios: