29 may 2018

El señor del jardín

 Él, con sus pies torpes, sus infinitos achaques, sus noventa años, sus ojos pequeñitos,  ensombrecidos 

por impenetrables cataratas, era, porque a mí así me lo parecía, el Señor del Jardín.
Aristócrata de gestos, de palabras borradas  por un evidente párkinson, colgado de una descomunal pipa, a todas horas y por cualquier atajo del jardín, aparecía.   
Mi nada, destinataria de sus torpes reverencias, lo saludaba, mitigando así la fatiga de sus  ojos turbios, donde siempre rutilaba una lágrima, y con los míos pegados a los suyos como  único horizonte de la hora, lo escuchaba.
Sí, entre temblores, trataba de contarme su honorable pasado: tuve casa, esposa, hijos, tuve oficina, coche... -balbuceaba como si las palabras le chorrearan por unos labios fallecidos hacía tiempo-. Y entre el temblor de us manos, un ramito de flores siempre, obsequio que agradecía tanto..
Un día, el Señor del Jardín, faltó.  Era otoño. Los trenes, en trepidante zig-zag cruzaban irreverentes el silencio del jardín.   Un niño paseaba en bicicleta por el albero. El señor del jardín se fue y mis paseos se tornaron hojas secas bajo mis pies, revoleteo de papeles, despedida de pájaros emigrantes.  Alguien, al paso, exclamó: ya entregó la cuchara, señora. Unos instantes de desconcierto, de oscuridad, de vacío absoluto... mi móvil me retornaba a la vida: abuela, ¿estás sola? No, vida mía; estoy contigo
En el majestuoso tronco de una palmera escribí: ¡hola, señor del jardín!  

Y en mi alma, una vez más: ¡hasta luego, amigo!

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