Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

29 sept 2014

Escalofríos Capítulo IX


(Final Capítulo VIII: En fin que mi vida iba para diez pero el misterioso destino (¿existe?) me torció el guión…)
Algo terrible cambio mi glorioso destino. Mi vida, según reza en el diario que empecé a escribir, cuando sólo era una mocosa, cuando era precoz, según mi abuela, parecía destinada a ser feliz. Mi madre, con su magisterio del que estaba perdidamente enamorada; mi padre, con su inseparable maletín de las joyas y su buen coche, mis hermanos, que a veces me mimaban y a veces me sacaban el pelo a puñados, sobre todo Quique, que, decía mi madre, parecíamos el perro y el gato, en el colegio como yo.
Pero sucedió un horror que nos cambió la vida a todos: mi hermano Enrique –Quique- murió en un accidente de moto. Yo tan sólo tenía doce años de los de antes. Él, los veinte recién cumplidos. Aquel espantoso accidente supuso un gran giro en lo que ya empezaba a ser  mi brillante y espectacular existencia. Sí, la muerte de Quique, que tanto me impresionó y cuyo cadáver, a escondidas de mis padres, logré ver por la ventana de su dormitorio, que daba al patio como la mía,  fue, eso, como un tremendo resbalón que me dejó caos,  y creo  que para siempre,  en lo que ya empezaba a ser mi lúcida y galopante carrera  de escritora. Con cuatro palabras, más o menos bien secuenciadas, había ganado algunos premios en el colegio por mis sobresalientes redacciones,  y la monja, sor María, al leerlas, solía exclamar: ¡Vaya con Daliana! Tiene cualidades;  será escritora. Y yo, que estaba en ello, a escondidas de mis hermanos, que me perseguían, escribía mi Diario en una libreta que cuidadosamente paginaba y fechaba. Acaeció que aquel diario, tan rigurosamente secreto, dejó de interesarme, abatida por la imagen de mi hermano muerto y la  de toda la familia, sobre todo mi madre, sumida en inmensa amargura, aquella imagen de mi hermano dentro del féretro, mientras doblaban las campanas y mi casa se convertía en un pilón de sillas, estaba grabada en mi mente de forma que nada me distraía de ella; sólo pensaba en él y deseaba, con desesperación, volver a verlo. Perdí el apetito, el sueño, las ganas de salir, de ver a mis amigas, perdí hasta las ganas de vivir y recuerdo que cuando me acostaba sólo deseaba   morirme para irme con Quique, aunque sentía pavor de pensar que me encerraran en un nicho o me metieran debajo de la tierra… Una noche me despertó una especie de relámpago  que entraba por la ventana y se fijaba como una gran mancha en la pared. En ella apareció sonriente  Quique, vestido de motero, tal como lo vi la última vez. Me miraba y, poco a poco, al tiempo que la luz se desvanecía, también su rostro se esfumaba de la pared, dejándome, no obstante, sumida en una extraña felicidad.  No me asusté, ni dije una palabra. Nadie me hubiera creído y tan sólo habría logrado que me tomaran por aquella niña de fantasías que decían era.
Aquel súbito encuentro con la muerte me cerró las puertas de todos mis posibles proyectos y, como punto y final de mi incipientes y gloriosas  inquietudes.  En memoria de Quique, y fue lo último, en toda una página de mi Diario, escribí con rotulador y grandes letras mayúsculas: R.I.P. Es verdad  que yo no sabía bien el significado de dichas siglas, pero las conocía por los montones de estampas recordatorios que de familiares y conocidos muertos. mi madre guardaba en su misal ¡Uf! Estampas de doble hoja, negras, grises con Cristos y Dolorosas, con nombres y oraciones, y yo creo que hasta con olor a muerto. ¡Tristes, muy tristes! De ahí que yo, con aquellas tres letras, significara en la página cincuenta de  mi Diario, el recuerdo de mi hermano, finiquitando así aquella  aventura literaria que pasó a importarme un bledo.
Era evidente que sufría de una cruda, de una profunda  depresión de la que nadie reparaba. Mi casa se convirtió en un oscuro pozo de mutismos por el que parecíamos deambular todos más que vivir. Pero un día, pasados unos años, arreglando antiguas cajas, y con mi Diario casi olvidado, tropecé con él y  fue como el reencuentro con un viejo amigo, por lo  que me precipité a releer mis ingenuidades, escritas en años felices. Ante todo, me fui a la página cincuenta dónde recordaba bien, había escrito el recordatorio de Quique, pero, ¡vaya impresión que me llevé! Resultó que aquella inscripción del  RIP, tan dramáticamente rotulada por mí, en forma de epitafio, había desaparecido. ¡Ni rastro de ella! Tampoco en esta ocasión conté una palabra, pero aquello no se debía a trastorno alguno: la página cincuenta, donde se produjo aquella extraña  desaparición, seguía allí, tan blanca y tersa  como si jamás se hubiera escrito en ella. Nadie la conocía, nadie podía haberla manipulado. Nadie.

28 sept 2014

Algunas recetas pedagógicas.+

(Paréntesis de domingo)



Queridos compañero/s, amigos/as: Tiempo de convivencias familiares, por la calidez del otoño y por las fiestas que se aproximan que no siempre resultan ser tan positivas como sería deseable. Y la mayoría de las veces se producen problemas con los hijos/as por ignorancia pedagógica al tratarlos, si bien creamos que es lo correcto nuestra forma de actuar.
Creo que, no obstante, a padres y maestros nos conviene recordar o aprender ciertas cosas que son transcendentes en la educación y, por consiguiente, en la diaria convivencia que debemos procurar sea  formativa y placentera.
Son los objetivos básicos   que me propuse en esta obra que titulé dada la brevedad de  textos, como Recetas Pedagógicas. 
Veamos, hoy, solo algunas.
 -No digas jamás a un niño/a eso está mal; eres un desastre. Mucho mejor decirle: tú puedes hacerlo  mejor y seguro que los vas  a hacer.
-No hagas jamás comparaciones  entre hermanos, alumnos… Mejor reconocerle a cada uno sus valores porque de lo contrario los estaremos condenando a que su futuro sea buscar a con quien  compararse.
-No mandes a un niño/a leer. Mejor motivarlo primero y leer con él.
-No cortes jamás un programa de  tele que vea un niño/a para ver el tuyo. Mejor pactar un horario y evitar injusticias.
-Si un niño va a contar algo que ya sabemos, no lo cortemos  exclamando: ¡Bueno, eso ya lo sabía yo!  Dejemos y escuchemos que nos lo cuente, porque así sentirá que algo puede aportarnos.   
-Si una  persona, pequeña o mayor, se disculpa con una, mentirijilla, y conocemos la verdad, no la descubramos. Aceptemos la disculpa y evitaremos que se sienta humillada.
(Continuará)

20 sept 2014

Capítulo VIII


(Final del capítulo VII: El hombre de humo había hecho su aparición, sin duda, de forma tan extraña que su recuerdo me provocaba náuseas secas y picores por todo el cuerpo)  

Y ahora sigo con mi brillante biografía.
Las circunstancias de mi nacimiento, y las transcurridas a lo largo de mi vida, más o menos, son tan normales como las de cualquiera. Puede, eso sí,  que tal vez mis genes portaran determinantes que me configuraran una idiosincrasia bastante compleja. 
Sí, un poco rara he sido siempre. Posiblemente mi sensibilidad, mi emotividad,  y todos esos ingredientes de mi código genético, del ADN, de ese complicado  ácido  el de-so-xi-rri-bo nu-clei-co, de esa especie  de pasaporte donde se encuentra diseñado a la perfección el mapa completo de nuestra ancestral herencia materna, paterna, fueran un complejo revoltijo de... ¡quién sabe! Dando marcha atrás, a lo mejor  en mis  genes hay hasta noticia  de los dinosaurios. Todo es posible. Sí, de los dinosaurios. 
Mi madre callaba siempre, pero mi padre solía repetir en mal tono: Esta niña no va bien de la cabeza. Y todo por pequeñas cosas: me saltaban lágrimas, si en la casa de la vecina manipulaban cebollas,  olía a quemado, antes de que se produjera cualquier pequeño incidente de fuego, y cosas así que no podía callar. En una ocasión, hablando por teléfono con mi prima Irene, le pregunté: ¿Estás comiendo tostadas con aceite y ajo? Sí -me contestó- por qué lo sabes? Porque me ha llegado el olor... Y fue verdad: un intenso olor a ajo me llegó a través de auricular.  
Bueno, mi madre,  maestra. Muy religiosa. No puedo recordarla sin el largo velo con el que salía de casa para la iglesia y, en los últimos años, silenciosa y algo ausente, con un rosario siempre entre las manos. De frágil salud, pasaba largas temporadas con ataques de asma que me agobiaban al comprobar su dificultad para respirar, siendo aquella circunstancia una de las que más me hicieron sufrir en la infancia.
Mi padre, viajante de oros, alto, grueso, unos cien kilos -papá cien, le llamaba yo-, práctico y un poco materialista andaba casi siempre fuera. Machista, como todos los hombres, tenía una opinión muy singular de las mujeres: Flores de invernadero –decía-.  Los días que descansaba, se le antojaban largos; eran horas de sillón y lectura de periódicos que simultaneaba con amigos, casino, cafés y  copas.  
Mis hermanos, Enrique –Quique –para mí- y Luís, mayores que yo, un adorable tormento, sobre todo Quique, mi inmediato superior que me hacía rabiar a todas horas. ¡Ah! Y el tontainas de  primo Álvaro, un poco pesado y un poco pavo.
En fin que mi vida iba para diez pero el misterioso destino (¿existe?) me torció el guión…

16 sept 2014

STOP, MÓVILES


Un paréntesis hoy porque considero  de gran interés un tema  ya muy tratado pero no por eso deja de ser actualidad en la convivencia y comunicación entre "niños" -demasiado niños- y jóvenes.

OPINIÓN / DIARIO CÓRDOBA
ISABEL AGÜERA

 De siempre se ha dicho que los hijos al nacer traen un pan debajo del brazo, pero hoy, cuando en la puerta de una cafetería he visto a cuatro niños, de no más de ocho años, sentados en el escalón y embelesados con sus respectivos móviles, he concluido que lo que traen los niños hoy, y no debajo del brazo sino entre las manos, es un móvil.
Para nada me considero retrógrada, pero he sentido pena al ver a niños tan pequeños ausentes del entorno y sin el menor atisbo de movimiento y juego. Muchas veces he explicado el juego simbólico de Piaget por el cual el niño, y mediante el juego, va asimilando la realidad de los mayores e incorporándola de forma que la pueda dominar, revivir, asumir etc. ¿Quiénes de los mayores no hemos jugado a los médicos, a las casitas, a las tiendas, por ejemplo? Este tipo de juegos era muy importante, debido a que el lenguaje estaba muy presente en ellos, así como la capacidad imaginativa y creativa. El vivir de hoy tan ausente está contribuyendo a un estancamiento de facultades, sobre todo de la memoria. Me decía un joven no hace mucho cómo estaba preocupado por la pérdida de memoria que sufría. Y no es extraño que así sea. La memoria es una facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerdan las cosas, pero funciona como una grabadora. Es decir, por mucho que veamos, oigamos o leamos, si no le damos al clic de grabar, lo que equivale a interiorizar, nada nos queda. 
La imitación de la realidad, mediante el juego se fue al garete. No hay círculo mágico para los niños: los móviles lo han reventado sin piedad y las consecuencias no se harán esperar: perdida de memoria, de visión, capacidad de atención, concentración, fotofobia, columna, etc. Si los mayores apagáramos los móviles, y puesto que  juegan a imitarnos, nuestros niños nos copiarían, aunque, eso sí, nos darían más ruido, pero  serían, jóvenes, adultos, más sanos física y mentalmente.
Insufrible, angustioso e indignante es asistir al espectáculo de adultos que  les da igual estar con amigos, en una Conferencia o en el cine: móviles en mano se aíslan y punto. Stop a los móviles, por favor.

13 sept 2014

Escalofríos Capítulo VII



CAPÍTULO VII
(FINAL DEL CAPÍTULO VI: Pero aquel otro día, el timbre de mi puerta a deshoras volvió a sonar…)
Pero no, no era el timbre de la puerta; era el teléfono. Medio dormitaba, cuando aquel sonido a tan altas horas de la noche me soliviantó de tal manera que, sin más, descolgué el auricular: ¡Hola Aurora! ¿Mala hora? Perdona, pero he sentido de pronto necesidad de hablar contigo… 
Mi desconcierto, al reconocer aquella voz me dejó sin el menor reflejo, me limité a contestar: Hola. ¿Te he despertado? Si es así, te llamo mañana. No, no me has despertado –contesté con la voz entrecortada-. Dime. De nuevo te pido perdones. Quería saber cómo te encontrabas. Bien, estoy bien. Bueno, mujer de pocas palabras, quedamos en que paso a recogerte el próximo sábado… No sé si podré, no sé si… Déjate de excusas. No te molesto más. Felices sueños. Hasta el sábado. 

Al escuchar cómo colgaba dejándome con las palabras en la boca, sentí una impotencia y rabia tales que me tiré de la cama dispuesta a no sé qué pero quería desaparecer, huir donde jamás aquel hombre pudiera encontrarme. Sin saber qué hacer, y a pesar de la hora, las doce y media de la madrugada, me puse encima del pijama un pantalón y una chaqueta y decidí bajar a Eolo al atrio de la iglesia para ver de despejarme. 
Terminaba el mes de marzo y hacía una excelente temperatura. Me sentí bien, a pesar de la soledad de la hora. Sentada en un poyete, miraba al balcón de mi casa que había dejado con luces encendidas. De pronto una gran humareda envolvía no sólo mi piso sino todo el bloque. Era una columna de humo que se elevaba y, por encima del tejado, parecía desdoblarse en tres direcciones. Me disponía a correr en busca de ayuda, cuando me sorprendió la voz familiar de una mujer que, nada más mirarla, pude reconocer: Se trataba de Matilde, una vieja asistenta de la limpieza de nuestra farmacia. ¿Qué haces a estas horas, Daliana? Ten cuidado; pasan cosas. Bajé unos minutos nada más –contesté cómo si nada-. El perrito que tenía necesidades. ¿Y usted dónde va? Vengo de casa de mi hija, que está fuera de cuentas, y tiene unos dolorcillos. Nos vamos a Córdoba. Yo también me iba ya, pero me entretuve observando ese humo que parece procedente de algún piso. ¿Qué humo? –preguntó, volviendo la cabeza en todas las direcciones-. Yo no veo ningún humo.
Efectivamente había desaparecido por completo. 
Mi piso con su luz encendida era como un reclamo al que acudí con vehemencia. Me había dado frío. De nuevo en la cama y de nuevo mis temores: El hombre de humo había hecho su aparición, sin duda, de forma tan extraña que su recuerdo me provocaba náuseas secas y picores por todo el cuerpo.