Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

30 jun 2014

Capítulo XXVII``


(Final Capítulo XXVI: Perdóname. No, no debí dejarte en aquella casa... Me ocuparé de ti; te lo prometo.)

Eran largos aquellos calurosos días de junio que pasé con vacaciones en el pueblo. Iba y venía a ver a Lucrecia y cuidaba a mi padre que ya ni me reconocía. Lucrecia, lentamente,  iba mejorando. Tenía  muchas lesiones y varias fracturas, pero los médicos  me repetían: Es una mujer joven y fuerte; saldrá bien de esta. Cada tarde, intencionadamente, merodeaba aquella casa de la Calle del Río. Había algo en ella que me atraía, pero creo que más que nada una especie de instinto maternal  hacia el pequeño Miguel, aquel niño que, no sabía por qué, consideraba como pertenencia y responsabilidad y con el que deseaba encontrarme, cosa que no era frecuente.
Mi mayor y urgente decisión, pedir excedencia unos meses. Decisión a la que me veía abocada por mi padre, que  empeoraba por días, y por la situación de Lucrecia   Los días pasaban y mis vacaciones tocaban a su fin. Don Mariano, nuestro médico de familia de toda la vida, que me inspiraba  gran confianza, fue  el que me sacó de dudas, intuyendo, creo yo, mi enorme indecisión: La enfermedad de tu padre, como sabes, tiene los días contados: lo veo muy mal.  Y así fue: mi padre murió, dejándome en una situación de soledad tremenda. Mi hermano estuvo  unos días pero no podía quedarse: Llámame, si me necesitas. Sabes que puedes contar conmigo para todo.
Llevaba tiempo pensando que debería proponer a Lucrecia que viniera a vivir conmigo… Y así lo hice una tarde, al pie de su cama
 Había mejorado mucho. Vestida con un pijama azulón, y con visibles cardenales por todo el cuerpo, me esperaba sentada en un sillón junto a la cama. No hubo palabras de  cumplidos saludos, tan sólo un abrazo con muchas lágrimas del que nos separó un colega y amigo: ¡Ya está bien! –exclamó- ¡Vaya par de lloronas! Lucrecia, sin dejar de   enjugarse los ojos, fue la primera en hablar: Me he enterado de lo de tu padre. Lo siento mucho. Parece que lo estoy viendo… ¡Mira lo que te traigo! –exclamé queriendo apartar recuerdos y sacando de mi bolso un pequeño teléfono móvil- pero no es para tu Miguel, sino para ti. Así podremos hablar desde cualquier lugar que nos encontremos. Lucrecia, disimulando una gran emoción, soltó una estrepitosa carcajada: ¡Pero si yo no sé manejar estos cacharros! Es sencillo; verás que pronto aprendes. Tenemos que hablar –dije sentándome junto a ella. ¿Fue aquel hombre, verdad? –le pregunté directamente-. Me costó trabajo, pero al fin, Lucrecia me confesó la verdad: sí, me la tenía sentenciada. No soportaba el que lo despreciara, cuando vivía mi madre y mi abuela. No quise que entrara en mi cuarto; le cerré la puerta. Se volvió loco. Yo quise escapar, pero con la corbata medio me ahoga. ¿Qué más te voy a contar? Me dejó medio muerta. Mi niño me descubrió… Si no hubiera sido por él…
Lucrecia rompió a llorar enterneciéndome de tal manera que también yo, presa de tantos sentimientos contenidos, sentí que me derrumbaba, y mis lágrimas se aunaban con las de ella, fundidas en un abrazo. No pienses más en ello –dije al fin-. Ahora debes recuperarte y ponerte fuerte. ¿Sabes que lo busca la policía? Tú eres una mujer buena y desgraciada. Nadie puede hacerte daño. ¿Sabes qué tengo pensado? Limpiándose los ojos  y dibujando una sonrisa, exclamó: ¡A saber qué  tengas pensado! Todavía guardo la caracola, y seguro que tú sigues oyendo el mar, sin mar, y sigues subiendo al  palomar, sin palomas, para hablar con Dios, sin Dios.… He pensado que, cuando salgas de aquí, te vas a venir a vivir conmigo… Buscaremos colegio para tu Miguel…¿Pero qué dices? –me interrumpió- ¡Ni lo pienses! Volveré a la que ha sido siempre mi casa y buscaré trabajo… ¿Volver, de nuevo a aquella casa? No te preocupes por mí; se lo que me digo y sé lo que haré...

28 jun 2014

Capítulo XXVI



(Final del capítulo XXV: No había sido un accidente sino un maltrato de aquel hombre que desde niña la tenía sentenciada)


El destino, un recurso fácil para justificar lo irremediable, creía yo,  repetidamente me llevaba hasta Lucrecia que, a poco que pensara, formaba parte de la historia de mi vida, desde aquella  tan lejana tarde en el desaparecido Centro de Falange, cuando alguien dijo: Ha venido la hija de una mujer mala.
Cuando entré en mi casa, el olor de la sopa, que Juana preparaba cada noche, me produjo una arcada. Sentía un malestar como de fiebre. Me punzaba todo el cuerpo y, sin ánimo para conversar con Juana, me fui directamente a ver a mi padre que estaba ya dormido. Lo besé repetidamente en la frente, al tiempo que él, enganchado a aquella maldita bombona que le permitía seguir respirando, abrió los ojos, me miró fijamente, y yo diría que como adivinando mi estado de ánimo, esbozó una sonrisa.
Era temprano y hacía algo de calor. Por eso no me fui directamente a la cama, sino que me acomodé en un sillón de mi dormitorio y con la luz apagada, una maraña de alucinaciones se  sucedían en mi cabeza incapaz de poner orden  en aquel auténtico delirio de recuerdos, dudas, frustraciones, y siempre  Lucrecia.
Bien temprano concerté la visita al hospital; no podía dejar pasar ni un día sin ver qué le sucedía a Lucrecia. El compañero médico del hospital, tras interesarse por  su estado me había rogado brevedad ya que se trataba de un caso que investigaba la policía y tenía prohibida las visitas. Tienes que ser fuerte María –me dijo al entregarme el permiso de visita-. Va a ser desagradable; te acompaño.
 Y con su brazo por encima de mis hombros entramos en aquel gran recinto, conocido por mis prácticas, Reina Sofía, que olía a revuelto de medicamentos viejos, lejía y sopas. Una especie de arcada me sobrevino, acompañada de un ligero vahído, algo habitual en mí
 Una habitación pequeña, una lamparita azulada, una sóla cama y Lucrecia en ella, rodeada de tantos aparatos, sueros y vendajes que apenas si era reconocible. Parecía dormida. Cogiéndole fuertemente la mano, me aproximé a ella cuanto puede. Lucrecia, Lucrecia –repetí varias veces- Soy María, ¿Puedes oírme? Soy tu amiga; estoy aquí contigo. Los ojos de Lucrecia, primero parpadearon y después se entreabrieron. Mi impresión se tornó en explosivas interrogantes: ¿Puede verme? ¿Puede oírme? ¿Quién te ha hecho esto? Está bajo el efecto de sedantes y puede que te oiga y que te vea, pero no creo que pueda hablar –me dijo el colega.
Sin dejar de repetir su nombre, le acaricié parte de la mano derecha que tenía libre de escayola y parte de las mejillas, libres también de esparadrapos. ¿Qué te han hecho? ¡Pobre amiga! Nunca debí permitir que estuvieras en aquel lugar. Perdóname, Lucrecia, perdóname. Me voy a ocupar de ti, cuando salgas de aquí…
Y Lucrecia, en un gran esfuerzo, abrió  aquellos ojos azulones y reventones. Me miró fijamente  como si quisiera decirme... ¡tantas cosas…!
E inclinándome sobre ella, como si mi cuerpo y el suyo pudieran abrazarse, un ahogo me hizo romper en fuerte llanto, al tiempo que repetía:  Todo ha sido por mi culpa… Perdóname. No, no debí dejarte en aquella casa... Me ocuparé de ti; te lo prometo.

25 jun 2014

Capítulo XXV


(Final del capítulo XXIV: Qué enfermedad tiene? –pregunté a sabiendas de que poco más iba a decirme. Encogiéndose  de hombros, exclamó: No lo sé. Está en el hospital. Y, con gran  dificultad, echó a correr.)
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Hacía calor y  la gente tomaba el fresco sentada en las puertas. Mi presencia no pasaba desapercibida a nadie. Me habían conocido de niña y ya era nada menos que la doctora María. Pero no lo dudé; no había prejuicios que me detuvieran.
Mi primera intención, que llevé a cabo sin la menor demora, fue ir directamente en busca de Teresina. Ella me conocía, me podría explicar con detalles qué le pasaba a Lucrecia. Y mis pasos se encaminaron a la Calle del Río, pero nada más llegar a la esquina de aquella, maldita, por todos, calle, tropecé con Teresina a la que, tras los años transcurridos y su aspecto característico de mujer prostituta, pude reconocer inmediatamente. Ella, que buscaba a los niños con evidente preocupación, apenas si me miró.
Sin ningún tipo de reparos, la abordé: Soy la amiga de Lucrecia. ¿Me recuerdas? Perdone un momento; voy a recoger a los niños.Amonestándolos por la hora se perdió en la oscuridad de la calle. Los momentos de espera se me hicieron tan largos que a punto estuve de precipitarme en la casa que cerrada, tras la entrada de Teresina, parecía pertenecer a otra dimensión que yo conocía  y de la cual guardaba el último recuerdo de Lucrecia, transformada en reproches por mi presencia y al mismo tiempo, tierna y solícita ante mi súbito desvanecimiento.
Teresina, a pesar de su innegable condición de mujer “mala”, tenía cierto aire de distinción: alta, delgada, pelirroja, de piel muy blanca, con pecas que le agraciaban la cara y de voz algo rasgada que le imprimía personalidad. Lucrecia en una ocasión me había dicho: La Teresina va a ganar mucho dinero porque es muy guapa.
Al fin, la puerta de aquella casa se abrió, dejando al descubierto una luz rojiza y mortecina. Teresina se me aproximo relatando: Le tengo dicho que no les llegue la noche en la calle, que no se alejen de la puerta, pero, al menor descuido, se me escapan… ¿Qué le pasa a Lucrecia? –pregunté sin más- Me han dicho los niños que está enferma. Teresina, respiró profundo como si acabara de correr una maratón. Después contestó: Sí; está ingresada en el Hospital de Córdoba. Pero, ¿qué le pasa? No hace tanto que la vi y estaba bien. Aquella mujer, cargada de tristeza, se tomó unos instantes antes de continuar. Sí, estaba bien -dijo al fin-, pero tuvo un accidente en la casa  y… ¿Y qué? Dime la verdad, por favor; necesito saber qué le ha pasado.
De los ojos de Teresina cayeron unas lágrimas que, discretamente, se enjugó. Trago saliva y añadió: No puedo decirle más; lo siento. Me volvió la espalda e iba a emprender el regreso a la casa, cuando, increpándola con rabia, medio  ¿Por qué tanto miedo a  hablar? ¿Ha sido ese hombre, verdad? La culpa es vuestra por no buscar otra vida…
La mirada larga, silenciosa, dura y hasta demoledora, diría yo, de Teresina fue la confirmación a mi primera y definitiva intuición: No había sido un accidente sino un maltrato de aquel hombre que desde niña la tenía sentenciada.

(Trataré de seguir cada dos días, a finde agilizar esta larga ya novelista)